Trasladamos a nuestro blog, el genial artículo del amigo Gabriel García escrito en "Hispaniainfo" que menta al suceso ocurrido en Madrid el pasado miércoles.
No
tenía ninguna intención de escribir sobre lo sucedido el pasado 11 de
septiembre en Madrid. Nunca he considerado que sea moralmente correcto
juzgar los actos de otras personas, con la misma tendencia política o
similares en algunos aspectos a las mías, cuando uno jamás se ha visto
envuelto en situaciones tan serias. Por otra parte, también he estado
muy poco inspirado en este comienzo de curso, no sé si por el shock
de regresar a las aulas con una explicación sobre los pormenores del
contrato de compraventa o porque haya mujeres que, al igual que el vino,
mejoren con el paso de los meses y los años. Pero mi dichosa memoria,
nefasta para las cuestiones académicas pero brillante para las
anécdotas, empezó a recordar. Y me vino a la mente el día que leí un
comentario crítico sobre los pañuelos de las muchachas musulmanas en los
centros públicos españoles. Era uno de los últimos meses de instituto
del último año que pasé allí y lo recuerdo como si fuera ayer: tenía
frente a mí una hoja de papel y a mi alrededor una piara de paisanos y
congéneres progres
a los que ni tenía ni tengo ninguna pizca de simpatía; leí mi escrito,
argumentado con buenos modos y en una línea “angladista” que hoy no
comparto, y recibí los calificativos de “racista” e “intolerante”. A
continuación, un compañero de clase que sí gozaba de la simpatía de los
demás tuvo el atrevimiento de hacer el siguiente chiste durante su
redacción: “Pueden que lleven un pañuelo en la cabeza porque desconocen el significado de la palabra champú”. Todo fueron risas por parte de los despreciables progres. Y ahí me pregunté, con mucha ironía, qué hubiese pasado de haber salido el chascarrillo
de mi boca, porque estoy convencido al 99,9% de que más de uno hubiera
pronunciado las palabras estigmatizantes que tanto gustan de emplearse
hoy: racista, fascista, reaccionario, intolerante, xenófobo…
Decía
don José Mourinho, antes de abandonar el banquillo del Real Madrid por
presiones mediáticas, que en un mundo hipócrita era un problema no ser
un hipócrita. Hoy en día vemos como la violencia es proscrita en todos
los ámbitos de nuestra vida; sin embargo, la industria cinematográfica
no deja de sacar dinero a costa de productos que destacan más por su
violencia gratuita que por la interpretación de los actores o por los
argumentos. Con la política sucede algo similar: nos han impuesto que la
democracia es un sistema político maravilloso, que todos debemos acatar
las reglas y que debemos ser tolerantes y respetuosos con quienes
piensan de manera diferente. Pero ese argumento relativista, siguiendo
la línea masónica que lo ha incrustado en la sociedad española, ha
terminado por convertirse en un dogma cuyos intérpretes son los
gobernantes de turno, muy democráticos y relativistas pero nunca
dispuestos a que otras opciones políticas tengan posibilidades reales de
alcanzar el poder. Igual que sucede en las películas infantiles, donde
un personaje suele aparecer diciendo que la única regla es la ausencia
de normas, la ausencia de dogmas se ha convertido en un dogma; pero,
como pasa siempre en la vida real, la excusa de la libertad se convierte
en el mejor argumento para implantar una tiranía.
Los
españoles llevamos meses viendo a las masas de la izquierda acosar
mediáticamente a otras personas en sus domicilios, en nombre de una
causa justa que sólo han puesto en duda los liberales más ortodoxos, y
llevamos años viendo como esa misma gente realiza acciones públicas
contra la religión católica. Y podríamos hablar igualmente de la
persecución y acoso a los que se han visto sometidos muchos españoles en
regiones como Vascongadas y Cataluña, muchos de los cuales se han visto
obligados a huir para no terminar recibiendo un disparo traicionero.
Pero nunca veremos a los comunistas decir que no hay que interrumpir las
eucaristías con mujeres vociferantes y semidesnudas porque eso dé una
mala imagen del feminismo. Tampoco veremos nunca a los separatistas
decir que hay que respetar a los defensores de la unidad de España para
que la prensa no se cebe mediáticamente con ellos. Son sólo dos
ejemplos, pero podríamos pasarnos horas revisando sucesos protagonizados
por secesionistas y progresistas de toda índole y siempre nos
encontraríamos con que ellos jamás condenarán las acciones de los
miembros de su movimiento en nombre de la buena imagen que debería darse
ante la sociedad. Y precisamente ahí radica su éxito político: nunca
han perdido el tiempo en debates estériles sobre la buena imagen, los
símbolos o el nombre; simplemente, se han mostrado tal y como son y no
han dudado en reivindicarlo como fuera posible.
Si los falangistas pensamos que interrumpir un acto separatista (porque no era ningún acto de la Comunidad Autónoma per se,
ya que la Diada fue creada por los secesionistas en su locura
particular a finales del siglo XIX) celebrado en Madrid y con la
presencia de políticos del Partido Nacionalista Vasco (los que recogían
las nueces del árbol agitado por el terrorismo) y de Convergencia i Unió
(los mismos que han saqueado las arcas públicas catalanas y que ahora
han reivindicado más ferozmente que nunca el secesionismo para que la
población no acuse al verdadero ladrón), es que tenemos un problema muy
serio dentro de nuestras filas. Y si encima defendemos los argumentos
del enemigo de que hubo una agresión porque los responsables de la ruina
política, económica y moral de España recibieron unos empujones, es que
el problema es más grave de lo que parecía a simple vista.
Ya
va siendo hora de asumir que nunca vamos a recibir el cariño y la
comprensión de los medios. Tampoco nos entregarán ningún certificado de
“demócratas”, por mucho que incomprensiblemente sea pedido. Siempre
vamos a ser calumniados, tergiversados y despreciados por unos medios de
comunicación que siempre estuvieron, están y estarán al servicio del
poder demoliberal y constitucional. Y, por experiencia propia, puedo
decir que siempre será preferible ser el malo de la película y ser
presentado ante la sociedad como una persona peligrosa antes que dar una
imagen de estúpido y de cobarde.
Vivimos
en una sociedad hipócrita y despreciable donde las palabras y los actos
sólo son buenos o malos en función de la ideología del que los comete.
Si de verdad queremos cambiar la manera de ser de los españoles, nunca
lo lograremos si asumimos el lenguaje, las fobias y los complejos de
quien es nuestro enemigo. Nada más puedo decir sobre el asunto. ¡Ah, sí,
un último comentario! ¡Bravo por quienes amargaron la fiesta a los
enemigos de España!
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